Era un domingo a las siete de la tarde, un pésimo horario para un fin de semana largo que terminaba. Peor aún para una cabeza que no dejaba de dar vueltas.
Soy una persona ansiosa, demasiado para mi gusto y se me nota: aprieto los dientes hasta dormida. A veces uso la placa de bruxismo, otras me olvido. La noche anterior —claramente— evadí la única acción que me permite descansar bien. Me dolía tanto la cabeza que no puedo explicarlo. Así que, después de pasar horas en el sillón pidiendo que San La Muerte venga a buscarme —y no sucedió— fui a Farmacity a resolver este problema.
Salí de casa con un camperón, algo despeinada, con el objetivo de llegar urgente a ese Edén terrenal. Mi look era dominguero nivel cinco: no combinaba nada ni de casualidad. Mi cara denotaba un total sufrimiento. El frío rozando mi piel me hacía revivir en cada paso pero el ceño fruncido reflejaba el dolor: de cabeza, cervical, mandíbula y cintura. De verdad esperé por horas que un ánima del inframundo me llevara. No aguantaba más. De hecho, si me ofrecían una bala, la cabeceaba sin dudar.
De camino pasé por una lavandería que, pese a estar cerrada, el aroma a jabón persiste. Hace poco me di cuenta de que el perfume del chico que me gustaba nunca fue de él sino de esa perfumina del Laverap. Entonces, cada vez que transito la cuadra, revive el recuerdo. Ni hablar cuando llevo el acolchado a lavar: es como volver a dormir juntos. No me parece para nada conmovedor, ya pasó demasiado tiempo y es como compartir la cama con un muerto.
Y mágicamente —como cuando pensás en alguien y aparece—, sucedió.
Sin entender bien, escuché su voz en el silencio de la calle y dije por lo bajo: la puta madre. No me interesaba estar impresentable ni facialmente destruida. Me molestaba fingir y saludar porque ya no me quedaba otra. Hacer sociales en este estado no era mi plan de domingo por la tarde-noche.
Él estaba en la esquina, bajando cosas de un auto mal estacionado. Fue allí donde nuestras miradas atónitas se cruzaron sin escapatoria posible. Hubiera pagado lo que no tengo por ver qué expresión hice, teniendo en cuenta lo mal que me sentía —por el dolor de cabeza, cervical, mandíbula y cintura— pero también porque la última escena juntos fue en un Uber. Volvíamos de Quilmes a la madrugada, percibiendo el sabor a despedida, entendiendo que era el fin y no había más vidas en ese juego.
Se acercó a mí, sonriente. Tres años de distancia —con mensajes de por medio en ocasiones difíciles— nos unieron circunstancialmente pero no mucho más.
Lo primero que me salió decirle fue:
—¿Qué haces acá? Como si el barrio fuera de mi propiedad y él, un intruso. Es que tiempo atrás vivíamos a poquísima distancia. Pero este era otro lugar y otra historia también.
Me contestó risueño: —¿Vos qué haces? Siguió: —Mi prima se mudó acá nomás, vine a ayudarla con mi tía y señaló el auto.
Entonces, empezó a hablar. A preguntarme cómo estaba, que hacía tanto que no me veía, que cómo estaba mi gata. Que al final me había mudado a este barrio. Que era muy lejos del otro, que durante un tiempo cuando pasaba por ahí pensaba que tal vez podía cruzarme. Que se acordaba siempre de mí. Que vendieron la casa de sus padres. Que en el laburo todo bien.
Fue como si hubieran dado play a una canción que no me interesaba escuchar hace rato.
Mientras desplegaba esa catarata de preguntas y recuerdos que no pedí ni estaba disponible para responder, me disocié. Lo miraba y confirmaba que seguía igual de lindo. Que se estaba quedando un poco pelado. Que su sonrisa conservaba la dulzura. Que esa tarde, mientras dormía sobre mi pecho, pensé en dejarlo pero no pude ni me animé. Que no era el momento: sentía que empezaba a quedarse muy solo en el mundo. Que él fue injusto conmigo después. Que a veces me acordaba de los apodos que inventaba. Que disfrutaba cocinar juntos escuchando a Los Rodríguez. Que agradecía que nunca había aparecido después de separarnos. Que siempre le desearía lo mejor.
Mi viaje mental se frenó de golpe cuando me preguntó:
—¿Y vos?
Solo respondí con una sonrisa forzada, deseosa de huir a mi destino farmacéutico a calmar la contractura infernal que me había regalado el bruxismo:
—Todo bien, por suerte.
Entonces esbozó:
—Bueno, me alegro entonces. Qué bueno volver a verte.
Sin pensarlo demasiado, contesté al pasar:
—Pero que no se repita.
Se mordió el labio inferior y riendo dijo:
—Siempre igual vos, eh.
Me dio un abrazo rápido y se fue.
Por mi parte seguí camino a Farmacity. Compré Diclofenac con pridinol, una Sprite y me volví al departamento. A la vuelta volví a pasar por el Laverap y reforcé mi respuesta: que no se repita.
Serviste intro, nudo, resolución del conflicto y cierre épico ✔️ Qué lindo que narras. Por cierto, me encantó tu picardía jaja !
Dios mío, tu manera de narrar siempre me atrapa mucho, pero este escrito me ha hecho sonreír (porque hasta cierto punto es surrealista que te hayas encontrado con tu ex un domingo en la noche, justo cuando habías pensado en él) pero también admiro esa fuerza de voluntad que tienes de saber dejar en el pasado lo que debe quedarse ahí, incluso cuando reviviste cada recuerdo en tu mente. Buenísimo. 🫶🏻