La sinfonía de la bestia: réquiem de un canto inconcluso
O cómo desafina un vínculo narcisista.
No todas las bestias son necesariamente monstruos horribles que habitan planetas oscuros y lejanos. Quizás vivan más cerca de lo que se cree. Quizás, la bestia seas vos.
Una bestia posee táctica y estrategia: se acerca lento para observar detenidamente. Percibe el aroma encantador de su presa convirtiéndola en su nuevo objetivo, su flamante capricho, una próxima deidad que debe desterrar de la Tierra, casi como un castigo griego.
Inicia la conquista desesperado por descubrir íntegro su mundo porque de allí surge el néctar que lo mantiene con vida. Gracias a eso puede construir una máscara perfecta pero no se trata de una simple careta, con ella logra fascinar con cercanía y pertenencia. Ese disfraz, pensado como un collage, se compone de los logros, anhelos y máximos deseos de su nueva presa. También de su gracia, simpatía y vulnerabilidad. Una perfección que no parecía posible en el mundo de los simples mortales, y que la bestia —que no viene de mundos lejanos aunque así lo pareciera por la obnubilación que causa— encarna y ofrece en bandeja de plata. “Ésta es una es una oferta que no podés rechazar, preciosa” esboza por lo bajo mientras afila sus garras.
Ese velo le permite jugar suave y también fuerte —casi violentamente— con la sensibilidad de su víctima. Alterna entre extremos: atención plena y distancia desértica, manejando una narrativa que alimenta inseguridades y mantiene en alerta, intentando demostrar su poder a cada instante. Porque el sustento que lo mantiene con vida es el control que ejerce inconscientemente sobre su objeto de deseo. Ahora no es —tan solo— su manjar predilecto, una gema preciada e independiente, adicionalmente es una tarea por cumplir: doblegarla y herirla para saciar su salvaje sed.
Ya sé, es lógico: cualquiera buscaría formas de escapar de la bestia. Pero su personalidad imbuida no es lo único que atrapa. Imaginemos a un monstruo hermoso, de ojos infinitos y abismales como la inmensidad del mar. Una figura que jura proteger y mientras abraza, observa desde arriba —únicamente porque es más alto— convenciendo que la felicidad es posible con su mera presencia. Y eso a la presa le gusta. Le erotiza la idea de alguien que marque el camino. No por falta de autonomía sino por el cansancio que le genera ser eterna capitana de barcos en la tormenta. Entonces, la bestia se presenta como alguien en quien —al fin—, se puede descansar.
La belleza la manejará a la perfección y la hegemonía será su bandera pero la verdad lo aterra. Prefiere la pose a la entrega, la mentira a la profundidad.
La bestia también envidia lo que nunca podrá tener: la ternura. Porque ese cuidado genuino, para algunos, es una forma de vida. Dejarse atravesar por la entrega serena y ser responsable con ello es un proceso que requiere tiempo y esfuerzo. Pero el monstruo no pudo, se quedó estancado. Y desde ese pozo, vigila como un observador no participante lo que jamás logrará conquistar porque no se anima a escapar de los límites de su inmadurez emocional.
Para alguien así, el futuro no es más que un gran desierto como dice Fito Páez. No tiene anhelos en nada, no traza caminos, no espera lo que vendrá. Su presente es espeso y estanco; el deseo, a penas un capricho. Y aún así, se sostiene en falsos discursos que maquillan su inseguridad: es héroe, paladín de la empatía, la justicia y la libertad.
Parece seguro y dominante, pero esa no es más que una armadura hecha de cartón pintado. En su interior convive con la inestabilidad a flor de piel, alimentada a base de ego, supuestos dotes e infinita sabiduría que cree poseer. Lo peor es que está tan acostumbrado a esa dinámica que piensa que cualquiera caerá rendida. Que su nueva víctima será como las anteriores quienes, dóciles y frágiles, se desplomaron a sus pies sin tanto preámbulo. Porque incluso si, con toda la creatividad que lo enarbola para cortejar, pudiera sacar los riffs más brillantes, jamás se permitiría tocar una melodía sincera.
Pese a todo, esta figura conserva un rasgo de humanidad. Pero su suerte se define, en verdad, por quién será el protagonista del día: si la bestia o el hombre genuino. Y acá empieza la verdadera contienda. Si la bestia detecta al segundo queriendo asomar, sale al acecho dando una única orden: devorar a esa confidente breve que se acerca sin armas ni intenciones de herir. Entonces lanzará palabras pasivo-agresivas que no revelan más que su propio temblor frente a quien, por momentos, lee como su oponente.
Quizás el problema viene desde el más allá: su infancia. Porque toda criatura rota encierra a un niño herido que jamás fue visto. Alguien que aprendió que sentir era peligroso, que mostrarse vulnerable era sinónimo de debilidad. Que extender una mano era sólo para pegar, nunca para acariciar. Y a veces ese niño se permite salir buscando protección en el hombre genuino.
Él es quien abre su corazón con honestidad y no ve en ella a una presa, mucho menos a una oponente, sino a una par. Es el que expresa amorosamente no saber qué hacer con toda la dulzura que ella le representa. El que confiesa que le temblaron las piernas la primera vez que la vio. El hombre genuino no necesita máscaras: habla de sus heridas, muestra sus temores para conectar de verdad. Pero cuando asoma, la bestia enfurece. Porque el niño herido que lo conforma nunca aprendió a sostener esa fragilidad que se le presenta.
Y es precisamente esa vulnerabilidad lo que activa el mecanismo de defensa: ataque — desaparición — silencio sórdido — oscuridad total. Un mago del terror que no divierte; sólo desliza rápidamente una bomba de humo dejando a la otra persona pensando qué sucedió. Ahí es cuando cumple su cometido.
Una bestia quiere que la otra parte no deje de preguntarse qué hizo mal, que se atormente por los interrogantes que producen sus acciones. Fantasea con ser el epicentro emocional de alguien. Por eso, detrás del velo del amor repentino, se esconde la manipulación. Le da el dulce para arrebatárselo fugazmente: de un instante a otro afirmará no estar más incentivado por su víctima, aunque tiene más que claro que ella fue el único aliciente que lo levantaba del sillón cuando todo parecía carecer de sentido y derrumbarse.
El monstruo no es estúpido —en realidad sí, porque en el afán de que la presa no huya, delatará sus próximas jugadas—; comprende bien que el interés no se pierde de la nada. Lo que sí vislumbra es cuándo su poder comienza a disolverse. Pero la realidad siempre le mostró que del otro no existía esa bella —pero abandonada— princesa sino que se trataba de una persona plantada y con límites claros, que nunca quiso adaptarse a sus moldes; sólo que la bestia prefirió habitar su fantasía. En tanto, actuó acorde a su manual: evadir culpas que eviten enfrentarse a sus errores, intentando que la figura atrapada en su red se sienta responsable de su bienestar.
En cuestiones del amor, no sabe cómo funciona. Mucho menos conecta desde lo sincero; sólo imita la forma de querer de personas anteriores, esas que se fugaron con lo poco que les quedó porque —sin un ápice de bondad— les quitó hasta el alma. Por tal razón, pese a tener capacidad de cambio, está aferrado con cadenas oxidadas a su zona de confort, negándose a evolucionar por miedo a enfrentar sus propios demonios. Una lucha intensa y necesaria que ni la bestia ni el hombre genuino están dispuestos a transitar.
Ante todo esto, ella —atrapada en su juego— siente ambigüedad: quisiera ser devorada aún sabiendo que camina por un campo minado. Porque sí, el monstruo es tan fascinante y oscuro que logra cautivarla al esbozar una palabra e incendiarla con una mirada. Pero eso solo no alcanza; no le permite construir y en el fuego que genera no hay suavidad, sólo cenizas.
El verdadero hechizo no está en la sinfonía que emite la bestia sino en no caer rendida ante su canto inconcluso. Porque hay algo más fuerte que el deseo: la tranquilidad de lo que no duele. Ahí es donde hay que actuar con cautela y mantenerse en alerta: la bestia siempre volverá… por más. Y no por amor sino para asegurarse de que la llama no se haya extinguido. Eso significa que siempre tendrá nuevas máscaras y, con ellas, nuevas falsas promesas.
Al final, la presa también puede ser bestia, pero una que opera con inteligencia y sensibilidad. Que su escuela fue la ternura y su fortaleza, la seguridad. Y quizás, el monstruo también quiera ser devorado, pero no está dispuesto a descubrir otra forma de amar, alejada del dolor y la posesión.
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