Oscuridad total. Silencio sepulcral. Dos siluetas en el vacío.
Aunque no lo creas, estamos adentro de tu mente: sí, de tu cabeza. Donde conviven los recuerdos, los pensamientos diarios, los momentos oscuros. También los brillantes. Tranquilo, no estás solo, estoy al lado tuyo acompañándote.
Empezamos a andar el camino. Algo se activa sin aviso, nos deja atónitos, inmóviles. No entendemos qué pasó. Entonces, un proyector se enciende violentamente y aparecen imágenes de tu infancia. Tu casa, tus padres, tu familia, tus mascotas. ¿Tenés primos? Te pregunto. Asentís boquiabierto, tu expresión muestra el desconcierto frente a lo que ves. Yo no tengo, digo siguiendo la conversación. Bueno, sí, pero es una historia larga, ahora estamos en tu cabeza. Otro día vamos a la mía. Automáticamente me quedo fría pensando en lo que dije: ¿habrá otro viaje interior? Qué paja.
Contemplamos con cautela, como si una película filmada en 35 mm se proyectara, aunque algunas escenas se saltan. En la primera te ves triste, solitario: un nene sentado en el piso de su habitación, preguntándose qué hizo para merecer eso. Bueno, en realidad no estás tan solo. Se ve una mano, como de alguien mayor, que posa tranquila sobre tu cabeza. No distingo si es un hombre o una mujer.
Te acaricia con amor y roza tu cara. Desliza su mano arrugada sobre tu piel tersa y suave, secándote las lágrimas. Esbozás una leve sonrisa ante esa secuencia y me mirás, como si tus ojos quisieran transmitirme la ternura inmensa por reencontrarte con esa persona, al menos por ahí.
Intentás acercarte y palpar la imagen, anhelás traerla a nuestra realidad pero todo empieza a desvanecerse. Ninguno entiende. No sabemos por qué estamos ahí. No sé por qué yo estoy ahí.
Sin pensarlo demasiado seguimos recorriendo este paisaje lúgubre. De repente, otra escena sin aviso. Vos de nuevo —obvio, es tu cabeza— estás escribiendo. ¿Te gusta escribir? Expreso asombrada. ¿Sobre qué? Repregunto. Tu cara cambia, se relaja: te observas como quien ve algo agradable. Escribo historias pero nunca tienen final. Cada tanto algún poema, no más que eso, agregás. Un fotograma te ilustra sentado en tu cama, ya adolescente, con un cuaderno Gloria y una lapicera sin tapa. De fondo hay posters pegados en la pared. Uno me llama la atención: es la portada de Peperina de Serú Girán. Parece que estamos en tu máquina de mirar —interrumpo— haciendo referencia a Cinema Verité, canción que forma parte del disco.
Las escenas poco nítidas se entrecruzan en esa visualización: escribiendo pensativo en tu cama, corriendo en un patio lleno de césped crecido mientras jugás con un perro, andando en bicicleta con rueditas. También hay pasajes no tan felices. Eso motiva a reanudar el paso.
Continuamos pese a no haber una vía marcada, aunque la opacidad que nos aturdía comenzaba a iluminarse por los recuerdos que habían emergido. No estábamos tan perdidos, algo estaba mostrando el camino —si es que así se le puede llamar—. Esa angustia evitada podía servir de guía probablemente.
Una luz intensa, como un flash, nos enceguece de golpe. Ahora nos sentimos momentáneamente atontados.
Casi como en un estado de hipnosis —supongo que por ese resplandor— te liberas de un pensamiento atorado y expulsas: vivo en un huracán constante. Fue allí cuando un ruido ensordecedor nos asustó, como un trueno pero más potente. Y sin razón aparente nos transportó a una casa (desconocida para mí).
A esta altura un temblor es nuestra amenaza. Instintivamente me resguardo debajo del marco de la puerta. Vos no. Te quedás inmóvil en el medio de un living ambientado en los 70s u 80s, claramente reconocés el lugar. Hay sillones de cuerina marrón, una alfombra verde con beige y se nota que las cortinas, de material tipo tul, en algún momento fueron blancas. Una mesa ratona con libros y una partida de ajedrez abandonada, como una estrategia interrumpida.
Sigo tus pasos con la mirada mientras me mantengo al amparo de esa estructura. Empiezo a considerar que regodearte en el caos es tanto una performance como una forma de vivir la vida: un Schopenhauer del siglo XXI que cree que el dolor es el único motor que moviliza la existencia humana. Pero en vez de ver de qué está hecha esa pesadumbre, te embanderás en ella, como si nombrarla fuera suficiente para que pierda sustento.
Pese a que todo se sacudía de forma escandalosa, recorrés ese living. Tu paso se frena de inmediato al toparte con una cómoda antigua de madera oscura. En su superficie habitan portarretratos con fotos familiares. Casi como un mantra, repetís odiar ciertos sentimientos, pero en el fondo —pude entender— lo que detestabas era cómo los habías concebido, quiénes te los habían enseñado, no su esencia en sí. Entendías a la angustia como una fiel compañera porque jamás te dejaría solo.
Entre retratos llenos de polvo te encontraste y viniste bajo el marco. Rápidamente te agarré de sopetón por la cintura para que salieras de la zona de conflicto y estés al resguardo conmigo. Sabía cómo cuidarme (o al menos me lo enseñaron en la escuela): ante movimientos sísmicos hay que ponerse abajo de un dintel.
Mientras lo sostenía, sintiendo su perfume y también su miedo —que conmigo no podía ocultar—, pude descifrar su encanto por la comodidad. Estar estanco le resultaba más fácil que responsabilizarse frente a lo nuevo. De dar vuelta la página e intentar comprender al mundo desde otra perspectiva. En resumidas cuentas: no sabía disfrutar de la tranquilidad pero sí surfear el desastre. En la arquitectura de su mente no había estructuras donde refugiarse cuando éste lo acechaba.
El temblor inicial mutó a otro más profundo: sacudió el piso de manera tan consistente que las paredes de la casa cayeron como fichas de dominó. Con temor huimos hasta que la oscuridad total nos atrapó.
Otra escenografía. Otro desafío. Otra vez preguntarme qué hacía ahí.
Luces de estadio empezaron a prenderse. Una. Otra. Otra. Otra. Un ring de boxeo apareció iluminado en el centro. Era un cuadrilátero perfecto, pulcro, azul brillante. Miro para un lado y para el otro: nadie en las inmediaciones. Butacas vacías a mi alrededor revelaban que no asistiría ningún otro espectador más que yo.
Una campana se oyó en la lejanía. Empezaría la batalla: en este lado del ring él... y en este otro... ¿también él? Sí, era peleador y contrincante a la vez. Con sus manos mal vendadas yacían todas las respuestas que, incluso así, se le escapaban como agua entre los dedos. Pero no sabía pelear, era más bien una actuación y mal ejecutada. Lo captaba claro porque hago boxeo y, pese a no pelear contra nadie, sé de cross, uppercut, gancho y esquive. No caza una, pensaba frunciendo el ceño. Aún así no me inmiscuí. No era mi pelea ni yo su entrenadora.
Parado en el centro de un ring y moviéndose torpemente entre cuerdas flojas, lanzaba golpes al aire como esquivando fantasmas. O a él mismo, a esas versiones que no se atrevía a enfrentar.
A la distancia lo miraba con esa forma de cariño silencioso que no necesita intervención, como quien no piensa en salvar al otro porque entiende que la responsabilidad de ese heroico acto solo puede surgir de uno.
Llegando al fin del combate contra sí se anunciaba un momento cúlmine: entender que el único refugio y alivio iba a ser él. Que no había otro salvador posible. Que, a veces, es necesario atravesar un mar inquieto para comprender que no existen secretos alquímicos ni soluciones inmediatas: la única forma de construir algo es dejar morir lo viejo, haciéndose cargo de dicha tarea.
De repente el cuaderno Gloria y la lapicera sin tapa aparecieron en la butaca al lado mío y escribí:
Cuando termines de organizar el caos y salgas a explorar respuestas, podés buscarme. Quizás, con suerte, me encuentres… Pero antes, hacete responsable de vos.
Me levanté y me fui.
Mientras cerraba la puerta, lo vi con el cuaderno entre las manos. Su mirada concentrada y sus labios moviéndose, como leyendo en silencio, confirmaban que el mensaje había sido recibido.
Las luces del estadio se apagaron por completo. La oscuridad volvió.
Si tuviera que pedir un deseo / Volvería para atrás el tiempo / Tantas cosas en las que me arrepiento / Nunca pude dar mi 100% / Y poco a poco me volví mi peor enemigo / Por buscarme en un envase vacío.
Al final, no estaba tan solo ni tan perdido. Sólo había que poner las cosas en su lugar. Por primera vez —después de mucho tiempo— parecía estar dispuesto a observarse y redescubrir el mundo. El suyo, al menos.
Por mi parte, me desperté exaltada. Miré el celular, eran las 4 a.m. y estaba vagando en la cabeza de otro. Qué paja.
Cuantas veces quisiéramos navegar en la cabeza del otro, salvarlo, pero este texto onírico es revelador: la empatía no se trata de hacer la tarea por el otro. Se trata de respetar y querer a la persona como es. También se trata de quererse a una y saber cuando parar. Gracias Fran ❤️❤️✨️me encantaron tus silencios, el suspenso a medida que iba transcurriendo todo. Me diste aires a Claire Keegan que es una de mis escritoras favoritas. Eso es un montón!
FAAAA Reina, me encantó! Que miedo entrar en la cabeza de otro. Puertas que prefiero no abrir. Que texto hermoso, entre eterno resplandor y quieres ser John Malcovich